Sobre la biografía
Ah, recordar el pasado se convierte siempre en una trampa. Lo es, sí, los recuerdos se muestran poderosos, vinculados a emociones, pero cuando uno puede contrastarlos resultan falsos. Bueno, falsos a medias. Digamos que las tonalidades intensas con las que aparecen, en realidad no lo son. Así, un rojo brillante, una pasión intensa, no son sino experiencias sueltas que la memoria ha unido, vaya usted a saber por qué.
Nací en Madrid, y he vivido en esta ciudad hasta que me trasladé a Collado Villalba, simplemente porque entonces los precios de las viviendas eran más baratos. Pero en mis recuerdos sobreviven falsos testimonios de encuentros, de emociones y de lugares que nunca existieron. Y de eso trata el juego paradójico de la vida, ¿no?
Recuero vivamente mi visita de muy pequeño a un pueblo de Galicia. Nos alojábamos en una casa cuyos dormitorios, lúgubres, estaban encima justo del establo lleno de vacas. El olor intenso a vaquería se deslizaba entre las juntas de las tablas de madera que ya había olvidado, si es que lo tuvo alguna vez, algún barniz protector. La luz se filtraba escasamente por pequeñas ventanas con contraventanas cerradas. Y mis quejas surgían del asco que me producía el olor a vaca todas las noches, quejas que tenían como destinatario mi madre.
Sin embargo, al cabo de 40 años supe que tal viaje no había existido. Curiosa la memoria, ¿verdad?
Siempre que tengo que volver atrás con la intención de sacar a la luz retazos de mi experiencia, me asaltan las dudas. ¿Será cierto que estuve enamorado de María Jesús, amor-asignatura pendiente, amor agigantado por el tiempo, por la idea descabellada de lo que pudo ser y no fue? Un amor situado en Madrid cuando todavía la edad permitía la búsqueda esforzada de tiempos y espacios inverosímiles para el encuentro, convertido en nostalgia no sé si por las mismas razones que el viaje inexistente a Galicia.
Y esta duda se acrecienta cuanto más intento acotar el pasado, fijarlo, en un orgulloso acto de la voluntad, como si con ello pretendiera gritar al mundo que “yo soy yo”, que soy un “algo” definido, un muñeco al que se le pueden añadir “nombres”, “dibujos”, rótulos, al fin, que definen unos límites de una identidad delimitada.
No, no puedo asegurar nada al respecto. Y quizá lo que nos queda es reinventarnos nuestra historia, jugando a la espontaneidad del que sabe que todo puede ser un invento, pero que tiene fe en el juego mismo; pero sabe, siempre sabe, que todo es un simple juego.
Es esta perplejidad que me provoca el pasado la que siempre me lleva a reconstruir lo vivido como si todo fuera un cuento. La preplejidad del desierto de Atacama, la ausencia de voladores que impacten en el cristal del automóvil, el descubrimiento del “vino” manchego desde San Clemente, los sucesivos grandes amores que terminan desvaneciéndose entre el “hola” y el “adios”, la relación con mis animales, mi Maxi, que se renueva sólo cuando me encuentro con ella...
Y, al final, sólo queda la abstracción que cada apellido refleja. Abstracción, sí, porque aunque detrás hay toda una genealogía supuesta, Pampyn, en realidad muestra el olvido como el suelo sobre el que continúa la vida, nuestra vida, mi vida. Finalmente, el sueño de un mundo diferente, mejor, bajo el peso de tres ideas abstractas -y probablemente vacías: el bien, la verdad y la belleza.